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10 de marzo de 2013

Cómo venció David a Goliat:
un capítulo de la novela La Lira y la Espada
por David Mandel



Testimonio de Eliab, hermano mayor del Rey David



¿Qué desea? ¿Que le cuente como mi hermano David mató al filisteo Goliat? En los últimos cincuenta años debo haber contado esa historia más de mil…. no, más de diez mil veces. Una vez más, ¿que importa?

Los eventos de ese lejano día en el valle de Elah los tengo grabados en mi mente como si hubiesen ocurrido hoy.

Unas semanas antes de la lucha entre David y Goliat, un oficial del rey Saúl llegó a Belén y convocó a todos los jóvenes del pueblo, mayores de veinte años, a que se presentaran en la Plaza del Altar. Mis hermanos Abinadab y Shimeah y yo, estuvimos allí a la hora indicada. El oficial, un hombre alto y grueso, estaba parado sobre el montículo del Altar. El elegante uniforme que lucía consistía en una prenda que le dejaba al descubierto el hombro derecho y el brazo, pero le cubría el brazo izquierdo hasta el codo. Debajo de ella, vestía una túnica con bordados geométricos. El gorro que tenía en la cabeza tapaba sus cabellos pero no sus oídos.

―¡Jóvenes de Belén! He venido a reclutar soldados para el ejército. El Rey Saúl los necesita. Los filisteos han ocupado varios pueblos que pertenecen a la tribu de Yehudá. Nuestro ejército está acampado frente a ellos, en el Valle de Elah ―anunció el oficial con voz estentórea.

Todos lo escuchábamos con gran atención.

―Si alguno de ustedes ha construido una casa nueva y aún no se ha mudado a ella, puede irse. Si muere en la batalla, no queremos que otro la disfrute ―declaró el oficial.

Algunos jóvenes se fueron.

―Si alguno de ustedes ha plantado un viñedo y aún no ha comido de sus uvas, puede irse. Si muere en la batalla, no queremos que otro las coma.

Un grupo de muchachos dejó la plaza.

―Si alguno de ustedes se ha comprometido con una mujer y aún no se ha casado, puede irse. Si muere en la batalla, no queremos que otro se case con ella.

Otros cuantos abandonaron el lugar.

―¿Alguno de ustedes es miedoso y cobarde? ¡Que se vaya de aquí para no contagiar su cobardía a otros!

Todos los que aún quedaban en la plaza se fueron, y quedamos unicamente mis dos hermanos y yo.

El oficial nos acompañó a nuestra casa para que pudiésemos despedirnos de nuestros padres y hermanos menores, y, más importante aún, para recoger cuchillos y hondas que nos sirviesen de armas, ya que era sabido que el Rey Saúl no tenía dinero para proveer de armamento a sus soldados, al extremo de que unos años antes, en una batalla contra los filisteos, los únicos israelitas que cargaron espada y lanza fueron Saúl y su hijo Jonathan.

Al llegar al Valle de Elah vimos que los ejércitos, el nuestro y el de los filisteos, se hallaban uno frente al otro, en dos montes separados por un valle. Las corazas de bronce de los soldados filisteos brillaban, reflejando la luz del sol, y los penachos que tenían sobre la cabeza, sujetados con una banda metálica, les aumentaban la estatura. Sus armas eran espadas, jabalinas y lanzas.

En el ejército israelita nadie llevaba coraza, y sólo los oficiales estaban uniformados. Los soldados, la mayoría de ellos recientemente enrolados, vestían la ropa usual de campesinos y granjeros, y estaban armados con dagas, mazas, hachas y hondas; algunos también tenían arcos y casi todos cargaban un palo puntiagudo, que, luego me explicaron, era para cavar un hueco donde hacer sus necesidades y cubrirlas con tierra.

Poco rato después de que llegamos al campamento israelita un soldado filisteo, un hombre gigantesco―tres o cuatro cabezas más alto que el Rey Saúl, el hombre más alto de Israel―bajó al valle. En la cabeza llevaba un casco de bronce, el pecho estaba cubierto por una gruesa coraza de bronce, tenía protegidas las piernas con polainas de bronce, cargaba una jabalina sobre el hombro, y llevaba una espada ceñida a la cintura. El asta de su lanza era más grande que el rodillo de un telar, y terminaba en una inmensa punta de hierro. Detrás de él iba su escudero.

El filisteo llegó al centro del valle, y gritó con una voz que se escuchó de un extremo al otro del valle, ―¡Soy Goliat de Gath!, Desafío a una lucha a muerte a cualquiera de ustedes. Si el valiente que esté dispuesto a pelear conmigo me mata, seremos vuestros servidores. Pero si yo lo mato, ustedes serán nuestros esclavos y nos servirán. ¡Elijan a alguien que pelee conmigo!

El gigante esperó a que alguien bajase a pelear con él, y después de un largo rato, al ver que ningún soldado israelita bajaba del monte, regresó al campamento filisteo. En la tarde volvió a bajar, repitió todo lo que había dicho en la mañana, con el mismo resultado: los soldados israelitas temblaban de miedo y nadie aceptó el desafío del filisteo.

(No lo quiero ofender, pero también usted, si hubiese estado allí, no habría bajado al valle a pelear contra el gigante. Habría sido un suicidio.)

Durante los treinta o cuarenta días siguientes escuchamos mañana y tarde al filisteo desafiándonos e insultándonos. Un día, mientras el filisteo estaba vociferando en medio del valle, vimos llegar a David, el menor de mis hermanos, enviado por mi padre que estaba preocupado por nosotros. El muchacho traía una bolsa llena de trigo tostado, diez panes y diez quesos. Al vernos, corrió hacia nosotros y nos abrazó.

―El trigo y los panes son para ustedes, pero mi padre me ha dicho que entregue los quesos al capitán de vuestro batallón ―nos dijo David.

Mis hermanos Abinadab y Shimeah me miraron, yo los miré a ellos, y los tres rompimos a reír a carcajadas. ¡Era típico de nuestro padre querer congraciarse con gente que estaba en posición de hacer favores a él o a la familia!

―¿Qué es lo que está diciendo el soldado filisteo? ―nos preguntó David.

―Está desafiando a un duelo con cualquiera de nuestros soldados. Hasta ahora ningún soldado ha aceptado, a pesar de que Saúl ha anunciado que dará grandes riquezas al que logre matar al filisteo. El rey también le entregará una de sus hijas como esposa y anulará todos los impuestos que paga su familia ―le expliqué.

David miró nuevamente al gigante y me dijo ―Yo estoy dispuesto a luchar contra el filisteo ―mostrando la jutzpá que siempre tuvo desde niño.

―¿Para qué has venido? ¿Con quién has dejado esas pocas ovejas que cuidas? Te conozco demasiado bien. Eres un fanfarrón, un atrevido y mal intencionado. Seguro que has venido para ver la batalla ―le grité, sin poder contenerme.

―¿Qué he hecho ahora? Sólo estaba preguntando ―me dijo David con una sonrisa.

David volteó la cabeza y le dijo a un soldado vecino que él estaba dispuesto a luchar contra el filisteo. El soldado lo tomó del brazo y lo llevó al rey que estaba en la carpa real en la cumbre de la colina. Yo los seguí, riendo para mis adentros, imaginando la burla que le harían el rey y sus comandantes.

Imagínense mi sorpresa cuando Saúl, en vez de ordenar inmediatamente al muchachito que deje de hablar tonterías y regrese a su casa, lo trató con respeto y seriedad.

―No puedes pelear contra el filisteo. Eres muy joven, y él es un guerrero experimentado

―Su Majestad, yo cuido las ovejas de mi padre, y las defiendo de osos y leones. En una ocasión un oso trató de llevarse un cordero del rebaño. Fui tras él, lo golpeé, hice que suelte el cordero, y cuando trató de atacarme lo seguí golpeando hasta matarlo. He matado leones y osos, y este filisteo incircunciso morirá igual que esos animales porque ha desafiado al ejército del Dios de Israel ―dijo David.

Saúl, durante cuarenta días, no había recibido una oferta similar. De inmediato le colocó a David un casco de bronce y su coraza personal.

―Anda y que Dios te acompañe ―le dijo a David

David se ciñó la espada y trató de caminar, pero lo hizo con gran dificultad.

―No puedo ir con todo esto encima. No estoy acostumbrado ―dijo David, y se sacó el casco, la coraza y la espada.

Fue a un riachuelo cercano, escogió cinco piedras lisas y las metió en su bolsa de pastor. Luego, llevando su cayado en la mano, bajó al valle, donde el filisteo continuaba gritando su desafío.

El filisteo vio que David traía un palo en la mano, y rió a carcajadas.

―¿Quieres luchar con un palo contra mi espada? ¿Acaso soy un perro? ¡Malditos sean tú y todos tus dioses!

David se detuvo y lo miró en silencio.

―Ven a mí, y daré tu carne a las aves del aire y a las fieras del campo ―gritó el filisteo.

David empezó a hablar. Su voz llegaba clara y nítida hasta la cumbre del monte donde estábamos el Rey Saúl, sus comandantes, y yo, presenciando lo que ocurría abajo en el valle. En ese momento me di cuenta, para mi gran sorpresa, que en realidad yo no conocía a mi hermano. El muchachito, que hasta hoy sólo servía para cuidar unas cuantas ovejas, se había tornado en esos pocos minutos en un adolescente que, sin temor, se enfrentaba al gigante filisteo.

―¡Filisteo hijo de puta! Te crees muy fuerte porque estás armado con espada, lanza y jabalina, pero no sabes lo que te espera. Yo vengo en nombre de Dios Todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Te mataré y te cortaré la cabeza. Las aves y las fieras que mencionaste comerán tu cuerpo, y todo el mundo sabrá que el Dios de Israel triunfa sin necesidad de espada ni lanza.

El filisteo avanzó hacia David con la espada en la mano. El muchacho tiró el cayado al suelo, metió la mano en su bolsa, sacó una piedra y con su honda la lanzó a la cabeza del gigante. La piedra hirió al filisteo en la frente, y lo hizo perder el equilibrio y caer pesadamente al suelo. David corrió hacia él, agarró la espada del guerrero caído, la levantó con ambas manos y, ante el asombro de los dos ejércitos, de un tajo le cortó la cabeza.

Inmediatamente se alzó un clamor de victoria del lado israelita que se hizo aún más ruidoso cuando los soldados israelitas vieron que los filisteos huían.

El rey Saúl dio orden de tocar la señal de ataque con la trompeta. Los soldados israelitas bajaron corriendo del monte, atravesaron el valle y persiguieron a los filisteos, algunos dicen hasta las puertas de su ciudad. Toda la ruta, desde el campo de batalla hasta la frontera con Filistea, quedó cubierta de enemigos muertos. Los soldados israelitas, al regresar, saquearon el campamento abandonado por los filisteos.

Vi que el rey Saúl hablaba con su primo Abner, el comandante del ejército, y me acerqué para escuchar lo que decían.

―¿Quién es ese muchacho?, ¿Quién es su padre?, preguntó el rey, sin reconocer en el adolescente al niño músico que, años antes, había tocado la lira para él.

―No lo sé, Su Majestad ―contestó Abner.

―Averígualo ―le ordenó el rey.

David agarró la cabeza de Goliat por los pelos y subió al monte. Abner lo trajo a presencia de Saúl.

―¿Quién es tu padre, muchacho?, le preguntó el rey.

―Su Majestad, mi padre es Ishai, un habitante de Belén ―contestó David.

―¡Ahora te reconozco! Tú eres el muchacho que hace algunos años expulsó con su música al demonio que me había poseído ―exclamó el rey.

―Si, Su Majestad ―dijo David.

―No permitiré que regreses a la casa de tu padre. Vendrás con nosotros a Geba y vivirás en mi palacio.

Desde ese día David vivió en el palacio del rey. Nunca recibió las riquezas que el rey había prometido al que matase al gigante filisteo. Saúl tampoco las volvió a mencionar ya que durante los primeros años de su reinado, aparte de un pequeño viñedo y de unos pocos asnos que había heredado de su padre, Kish, lo único que podía otorgar eran promesas. Claro que durante los siguientes años la situación fue cambiando, y cuando murió, era dueño de extensas propiedades administradas por su siervo Ziba. Pero esa ya es otra historia

Volviendo a las promesas de Saúl, el rey olvidó por completo que había prometido la mano de una de sus hijas al vencedor. Pero lo que sí cumplió, y eso alegró mucho a mi padre, fue anular los impuestos pasados y futuros de la familia.

Respecto a lo que ocurrió después conmigo y con mis hermanos Abinadab y Shimeah, aunque usted no me lo ha preguntado, se lo contaré. Nosotros estuvimos entre los primeros que saquearon el campamento filisteo; encontramos en las carpas un poco de oro y muchos utensilios de bronce. Cargamos tanto como pudimos, y regresamos a Belén.

Los tres decidimos que habíamos cumplido con creces nuestro deber patriótico de defender la nación, y, en el futuro, daríamos oportunidad a otros para que sirvan en el ejército. Unos meses después, cuando escuchamos que la situación en la frontera nuevamente estaba tensa, los tres construimos rápidamente tres casitas en un terreno de mi padre, pero no nos mudamos a ellas hasta después de que el oficial de Saúl vino a Belén y se fue, esta vez sin nosotros. Dos años más tarde, los filisteos amenazaron con invadir, y los tres, sin perder tiempo, plantamos viñedos. Cuando Saúl se enfrentó a los filisteos en la trágica batalla de Gilboa, donde él y sus hijos perdieron la vida, nosotros no estuvimos presentes ya que acabábamos de comprometernos en matrimonio con tres muchachas de un pueblo vecino.


Nota: Mi novela La Lira y la Espada, que Savyon Books acaba de publicar, relata la extraordinaria vida de David, rey de Israel, hombre de innumerables facetas: guerrero valiente y músico angelical, héroe nacional y mercenario al servicio del enemigo, poeta sublime y asesino despiadado, rey temido y padre que no supo controlar a sus hijos, indulgente y vengativo, prudente e impulsivo, elegido de Dios y culpable de terribles pecados.

Para más información, si tuvieses interés en adquirir la novela La Lira y la Espada escribe a enfoque@netvision.net.il
Referencia: Mi Enfoque

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